domingo, 29 de noviembre de 2015

ATENTOS A LA VENIDA DEL SEÑOR


Bienvenidas y bienvenidos todos.  El domingo anterior, el Señor se nos presentó como el Señor de Señores. Sí. El Rey de Reyes.  Por encomienda de Dios Padre, nuestro Señor Jesucristo, ha sido instituido como Rey del Universo. Mientras muchos hombres y mujeres de este mundo, a lo largo de todos los tiempos, incluso hoy día, han provocado grandes conflictos a causa del deseo insaciable de poder sobre cosas que no son de ellos o ellas.  Recordemos que por este aspecto el Señor fue clavado en el madero de la cruz, como consecuencia del no entender lo que el Señor deseaba hacerles comprender cuando les dijo: “Mi reino no es de este mundo”. Pues lo que existe en el mundo ha tenido un comienzo y, con seguridad, tendrá también un final.  Por su parte, el reinado de Nuestro Señor Jesucristo, no tendrá fin.
Somos invitados a hace parte del Reino. Dios Padre, siempre insistió en la promesa de enviarnos a su propio Hijo, para hacernos merecedores, nuevamente, del privilegio de llamarnos hijos suyos, mediante las enseñanzas y el sacrificio de Dios Hijo, quien nacería de la familia de David. Y así fue, por medio de nuestro Señor Jesucristo, se ha hecho y se hará justicia y derecho en la tierra (Jr 33, 14-16) quien se ofrece desde ya, y en su próxima venida como el Salvador, el Héroe de nuestra vida.  Solo debemos enfocarnos en el cumplimiento de su santa Palabra como medio para vivir de forma agradable ante los santos Ojos de Dios.
A Ti, Señor, levanto mi alma. Por ello, con la esperanza que debe inundar nuestro espíritu, nuestro corazón, nuestra mente y todo nuestro ser, celebremos como nos lo enseña el salmista en este día: “A Ti, Señor, levanto mi alma” (Sal 25). Que todos nuestros sentimientos, pensamientos, ideales y propósitos, estén encaminados a dar cumplimiento a las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo, mientras esperamos su gloriosa venida, especialmente, en esta Navidad. Por ello, que la alegría, la felicidad y el gozo, nos acompañe todos los días de nuestra vida en nuestro quehacer personal, familiar y social, encontrándonos de esta manera con Cristo Jesús en cada uno de estos contextos en los que interactuamos en nuestra cotidianidad.
El Señor nos da las fuerzas en su espera. La oración, el estudio y profundización de la Palabra del Señor, la Santa Misa, la Vida Sacramental y las buenas obras, son las diferentes formas, por medio de las cuales el Señor nos ayuda a estar listos, presentes, dispuestos y fuertes a la hora de esperar su llegada. Que el Señor nos fortalezca interiormente para cuando Jesús vuelva (1Ts 3, 12–4, 2). Esa fortaleza la podemos adquirir permitiendo que el Señor renazca y viva para siempre en cada uno de nuestros corazones, es decir, en nuestra alma, en nuestra mente y en cada acto que se lleve a cabo en nuestra vida diaria.
Estemos atentos al Señor en esta Navidad y siempre. El Señor desea nacer este 24 de Diciembre en lo más tierno y amoroso de nuestro corazón; en lo más cálido y feliz de nuestros hogares; en cada tarea que realicemos en nuestra vida laboral.  Estemos atentos y mantengámonos en pie ante el Hijo del Hombre (Lc 21, 25 -36)… 

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio ahora y siempre. Y por los siglos de los siglos. Amén.

martes, 20 de octubre de 2015

HOMILIA DE LA SANTA MISA DOMINICAL DEL 11 DE OCTUBRE DE 2015.

PRIMERO LA SABIDURÍA DE DIOS QUE LAS RIQUEZAS DEL MUNDO

Hoy tenemos, otro gran desafío, como todos los que el Señor nos presenta en cada celebración eucarística, con el fin de hacer que nuestras vidas se encuentren con el verdadero sentido, para el cual Dios nos ha traído a esta vida.

Acudir a Dios para que nos regale la prudencia. Para que en cada persona, solo pueda germinar, crecer y fructificar la sabiduría.  Es deber de todo ser humano, preferir la sabiduría, antes que las cosas que el mundo le ofrece. Pues la sabiduría, es la luz que nunca se apaga.  Es luz que permanece para siempre (Sb7, 7–11).

Lo primero no son los cetros ni los tronos.  Lo primero, es la sabiduría. Pues ante la sabiduría, los cetros y tronos, muy pronto son enajenados, en poco tiempo se han de caer, no tardarán en ser derrumbados. Que nuestra vida no haga parte de obsesiones por el poder, pues si las intenciones no son buenas, en cualquier momento lo que construimos puede inclinarse peligrosamente y hacer daño a nuestra vida y poner tristes a nuestros seres queridos.  Que nuestra vida asuma pequeños, medianos y grandes desafíos, fruto de la sabiduría que nos otorga el Señor. 

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Lo primero, no es el oro. Lo primero, es la sabiduría. Pues ante la sabiduría, el oro es como la arena, no vale nada, pierde su valor, y así como es abundante, también pierde su brillo, su valor y su belleza (Sb7, 7–11). Que nuestra vida no sea guiada por el brillo de los lingotes, gruesas monedas y joyas doradas. Que nuestra vida sea iluminada por la luz de la sabiduría, como antorcha encendida por Dios, alimentada por el fuego y el amor del Espíritu Santo.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Lo primero, no es la plata, no es el dinero.  Lo primero, es la sabiduría.  Pues ante la sabiduría, la plata y el dinero, son como el barro, no valen nada. Que nuestra vida no se distraiga, en atesorar plata, en acumular dinero (Sb7, 7–11). Que nuestra vida sea conducida, gracias a la sabiduría, que Dios nos otorga a través de su Santo Espíritu, con quien encontramos el verdadero sentido de nuestra vida. Pues la sabiduría, nos da la riqueza que solo sabe venir de Dios, que tienen valor infinito en la tierra; que tiene valor infinito en el Cielo.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Lo primero, no es la salud ni la belleza.  Lo primero, es la sabiduría. Pues la salud y la belleza, ante la sabiduría, son privilegios pasajeros, no duran mucho, pronto se acaban (Sb7, 7–11). Que nuestra vida, no gire en torno a la vanidad. Que nuestra vida sea conducida por la sabiduría. Pues la sabiduría, es nueva salud para nuestra vida; es nueva belleza para nuestra alma, es infinito motivo de felicidad y alegría para nuestra vida presente y nuestra vida futura.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Lo primero, no es la riqueza que me ofrece el mundo. Lo primero, es la sabiduría. Pues las riquezas de este mundo, ante la sabiduría, no tienen valor alguno (Sb7, 7–11).  Que nuestra vida, no se ocupe de reunir grandes tesoros. Que nuestra vida tenga como máximo propósito, cultivar el gran e infinito tesoro que es la sabiduría. Por su parte la sabiduría, hace del ser humano un gran tesoro, una gran caja de mágicas e invaluables sorpresas que favorecen la vida propia, la vida de su prójimo, la vida de sus semejantes.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Lo primero, no son las piedras preciosas. Lo primero, es la sabiduría.  Pues las piedras preciosas, son rocas que incomodan, que solo saben estorbar (Sb7, 7–11). Que las cosas que no podremos llevarnos, después de esta vida, no nos impidan acercarnos a Dios. Que nuestra vida sea llevada a cabo de forma agradable ante los Santos Ojos de Dios, como fruto de la sabiduría, sabe cultivar en cada uno de nosotros. Pues la sabiduría, hace de nuestras virtudes deliciosos perfumes, agradable dulzura, celestiales colores y sonidos, que saben agradar y hacer feliz al Creador.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Muchas personas profesan que cumplen a cabalidad con los mandamientos de la Ley de Dios. Sin embargo, no basta con cumplir nada más. Debemos aprender a crecer.  Debemos crecer en el amor, el servicio, el seguimiento y el caminar junto a nuestro Señor Jesucristo.  Cuando se crece en el Espíritu del Señor, como consecuencia de la sabiduría que, día tras día, nos transmite, es necesario cuidar de la vida propia y de la vida de los demás, cuidar de no cometer adulterio, cuidar y respetar las cosas ajenas, siempre contar la verdad y nada más que la verdad,  ser honesto y ser transparente en las relaciones y tratos con nuestros semejantes, y honrar a nuestros padres (Mc10, 17-30). Sin embargo, la misión de cada quien, no termina aquí. Ahora es necesario crecer en la escucha y obediencia al llamado que el Señor nos hace.  Es necesario crecer en la calidad del servicio que el Señor, nos ha asignado como actividad indispensable que ayuda a construir el Reino de Dios en nuestra vida. Es necesario crecer en la intensidad y cercanía del seguimiento, del merecer la guía y la compañía de nuestro Señor Jesucristo, a lo largo y ancho de nuestra vida.
Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Con la ayuda de los dones del Espíritu Santo, especialmente, el de la sabiduría, podremos sortear las diferentes situaciones que se nos han de presentar por el camino de la vida. En donde somos tentados por el mundo material, haciéndonos desviar por el camino equivocado, es decir, ausentándonos del llamado, del servicio y del seguir al Señor. A pesar de celebrar los sacramentos, de celebrar la Santa Misa y cumplir con los mandatos del Señor; es necesario, acudir a partir de ahora a la fuerza y a la luz del Espíritu Santo, para que podamos deshacernos de las apariencias falsas y erróneas (Mc10, 17–34), que no nos permiten hacer de nuestra vida un tesoro de actos agradables para Dios Padre.

Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo.

Finalmente, antes de las cosas del mundo, es necesario que le demos prioridad a la misión que el Señor nos ha asignado en esta vida. Dando estricto cumplimiento a nuestro claro quehacer con respecto a la obra del Reino de Dios. Para ello, no estamos solos. Tenemos el amor del Padre. Estamos acompañados por el Salvador de nuestra vida. Estamos amparados por la fuerza y la sabiduría del Santo Espíritu de Dios, de tal forma que, no debemos tener miedo alguno; es nuestro deber estar fieles y firmes, frente a las responsabilidades  que el Señor nos encomienda a través de su santa Palabra. Pues la Palabra de Dios, lo sabe todo. Es el Juez que todo lo ve. Es el oráculo que nos guía y nos exige rendir cuentas ante el Señor (Hb4, 12–13).


Señor mío y Dios mío, sácianos de tu misericordia (Sal, 89). Ayúdanos a merecer la sabiduría, que solo sabe venir con tu Santo Espíritu. Enséñame a desprenderme de lo que el mundo me ofrece y así merecer un tesoro en el cielo. AMÉN!!!

sábado, 17 de octubre de 2015

HOMILÍA DE LA SANTA MISA DEL DOMINGO 18 DE OCTUBRE DE 2015

“EL QUE QUIERA SER GRANDE, PRIMERO DEBE SER UN GRAN SERVIDOR
El domingo pasado el Señor nos enseñó la importancia en darle primero atención a la sabiduría, antes que a las riquezas del mundo. Recordemos que la sabiduría, es uno de los siete dones que Dios Espíritu Santo, nos otorga con el fin de comprender cada vez mejor los misterios y el amor de Dios a favor de nuestra existencia progresivamente.  En la medida en que vayamos resolviendo los misterios que se dan durante nuestro caminar por la vida, en esa misma forma asumimos importantes desafíos que nos hacen amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Es nuestro deber, acudir a Dios para que nos regale la prudencia. Para que la sabiduría, germine, crezca y fructifique de forma abundante en cada cristiano. Cuando la sabiduría prospera por todos los rincones de cada persona, las cosas del mundo le preocupan cada vez menos.  Su vida estará encaminada a encontrar y apropiar en su vida la misión encomendada por Dios en procura de participar en la construcción del Reino de Dios en su diario vivir. Por ello, es deber de todo ser humano, preferir la sabiduría, antes que las cosas que el mundo le ofrece. Pues la sabiduría, es luz que nunca se apaga.  Es luz que permanece para siempre en nuestra vida (Sb7, 7–11).
En este domingo, el profeta Isaías, ya anunciaba (mediante la figura del siervo de Dios), el sufrimiento que nuestro Señor Jesucristo, haría por tanta aflicción que desde siempre ha existido en el mundo. Dado el infinito amor y misericordia de Dios, el siervo de Dios cargará con la maldad cometida por todos los pecadores (Is53, 10-11). Muchos pecadores no comprenden este gran misterio, ese gran privilegio. Es incomprensible y poco valorada la fortuna de que el mismo Hijo de Dios, en su condición humana, se haya ofrecido en sacrificio por la expiación de todas nuestras culpas. Incluso, existen personas que ni si quiera se dan cuenta que pecan, debido a que están ciegos, espiritualmente, por lo que difícilmente, pueden distinguir entre lo bueno y lo malo de los sentimientos, pensamientos y actos que protagonizan durante la cotidianidad de su vida. Están entretenidas creyendo que su existencia solo debe dedicarse a las cosas del mundo, a los honores, privilegios y comodidades que el mundo material ofrece a las personas.

Precisamente, en el caso del evangelio de hoy, los discípulos de Jesús, Santiago y Juan, le recomiendan al Señor que, en el cielo, se les permita: a uno, sentarse a su derecha y, al otro, a su izquierda (Mc10, 35-45). Tal cual sucede hoy día, cuando alguien logra poseer una gran fortuna, o cuando otro ostenta una mejor posición laboral, o cuando un líder reciba la misión de desarrollar una determinada labor. Muchos se acercan y quieren ostentar posiciones para las cuales no se han preparado, para la cual no tienen las mejores intenciones de servir y honrar con su buen desempeño a quienes va dirigida su gestión y, por ende, a quien le haya encomendado las responsabilidades que se le han asignado.
Con la vida del cristiano, si se quiere crecer a la altura de Cristo, la consigna es servir, servir y servir. Solo así es posible, ser cada día más importante ante los Santos Ojos de Dios.  Servir a los demás sin descanso y con la mayor humildad posible. Si queremos estar cerca al Señor allá en el cielo, es necesario servir, servir y servir. Eso sí, teniendo en cuenta que el servicio a sus semejantes, no es dando lo que nos está sobrando.  Debemos dar lo mejor de sí al prójimo, a todo aquel o aquella que acude a pedir y recibir nuestra ayuda. Debemos dar lo que nos cueste, con amor, con respeto, con el propósito de que el necesitado se sienta feliz gracias a la ayuda que el Señor le otorga a través nuestro. Somos cristianos de verdad, cuando somos solidarios con aquel o aquella que no puede pagar, con esa persona que se encuentra enferma, con aquellos que sufren porque viven en la amarga experiencia del destierro y/o son víctimas de la violencia, del hambre y la pobreza absoluta.
El servicio cristiano, se refiere a ayudar a los más necesitados.  Es uno de los requerimientos más importantes que el Señor, nos plantea para merecer estar a su lado.  Primero, seguirlo y luego servir al prójimo con lo más grande y puro de nuestro amor y nuestros esfuerzos.

Todo lo que en nuestra vida suceda, debe ser como consecuencia y testimonio de nuestra fe. No es dar por dar. Recordemos que es dar lo mejor de cada quien. Aquello que nos cueste y que satisfaga de la mejor forma posible. Nuestra caridad, debe estar al servicio de los demás.  Nuestra caridad debe llenarnos de inmensa alegría. Nuestra caridad es la que cuenta que estamos siguiendo al Señor, como sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo para acercarnos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar la misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente, porque el Hijo de Dios, ha venido para servir y dar su vida en rescate por todos (Hb4, 14-16).
Hermanos, el Señor cuenta con nosotros, está en nuestras manos responder a su llamado, no para gloria nuestra, sino para honra de su Nombre.  Si logramos cambiar nuestra mentalidad y nos abrimos con gusto al servicio desinteresado, tendremos ante nosotros las bendiciones de Dios que no desampara, y una comunidad (la familia, el trabajo y la parroquia) que nos ama y nos respalda.

Señor mío y Dios mío, que tu misericordia,  venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sl33(32), 4-22). Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre. Y por los siglos de los siglos. Amén.

martes, 3 de julio de 2012

¿QUE ES EL HOMBRE PARA SAN AGUSTÍN?

Se afirma que la filosofía agustiniana se centra en dos temas esenciales: Dios y el hombre. Para llegar a Dios primero tenemos que preguntar al mundo, después volverse hacia uno mismo y por último trascenderse. El mundo responde que él ha sido creado y el itinerario continúa; se procede a la ascensión interior, y el hombre se reconoce a sí mismo intuyéndose como ser existente, pensante y amante. Puede por ello ascender a Dios por tres vías: la vía del ser, de la verdad y del amor. Se trata de trascenderse a uno mismo, de poner nuestros pasos "allí donde la luz de la razón se enciende".  Ahora bien, llegaremos a un Dios incomprensible, inefable. Dios es el ser sumo, la verdad, y eterno amor.
San Agustín, explora el misterio del hombre, su naturaleza, su espiritualidad y su libertad. El ser  humano está compuesto por un cuerpo y el espíritu. Teniendo en cuenta que la cárcel del alma no es el cuerpo humano, sino el cuerpo corruptible; por lo que el alma no puede ser dichosa sin el cuerpo. El alma fue creada de la nada y es el complemento del cuerpo, ayuda a entender el misterio del hombre en su creación a imagen de Dios. La creación del hombre a Imagen y semejanza de Dios, se ha deformado por el pecado y será la gracia la que se encargara de restaurar la correcta relación de Dios con el hombre. El hombre sólo adhiriéndose al ser inmutable puede alcanzar su felicidad. En este encuentro de Dios y el hombre, San Agustín examina la delicada cuestión de la gracia y la libertad. San Agustín defendió la libertad contra los maniqueos y la existencia de una sola alma y una sola voluntad: era yo mismo quien quería, yo quien no quería; yo era yo. Por último, también exploró el tema de las pasiones, reduciéndolas a la raíz común del amor.
En las pasiones advierte tres posibilidades: ausencia de pasiones, orden en las pasiones y desorden o concupiscencia, la cual le hace llegar a una guerra civil." Se debe recobrar la mirada al hombre apartándose del sentido y retornando a la interioridad. Nos enfrentamos a un asunto de notable complejidad. San Agustín no sistematizó su reflexión sobre el hombre. No era él pensador de sistema ni disciplinado como escritor y la magnitud del tema demanda estudio ulterior.
El hombre es ser problemático. San Agustín lo considera desde la filosofía y la teología. Como filósofo agita multitud de cuestiones que aquí sólo puedo enumerar: 1-. El puesto del hombre en el mundo: entre Dios y el hombre. Como una de las síntesis más importantes de la existencia del hombre. 2-. El lenguaje, cuya teoría sintetiza, como sistema de signos convencionales. 3-. La  en el alma, amplísimamente estudiada en, resonando el viejo tema de la asimilación de Dios. 4-. La inmortalidad del alma, preocupación de sus obras juveniles y en la que fluctúa y vacila; su obra la considera él mismo oscura y apenas inteligible. 5-. La voluntad, determinada por el dinamismo originario del querer y del amor, de modo que rectitud del amor es correcta voluntad. 6-. La libertad: «nuestra voluntad no sería voluntad si no fuera libre». Libertad que de joven defendió, frente a los maniqueos (especialmente en De libero arbitrio), y de mayor delimitó, frente a los pelagianos, armonizándola con la gracia. 7-. La muerte, pena trágica del pecado, huella reveladora de finitud, desgarramiento que para nadie es un bien, y a la que tenemos desde el inicio mismo de nuestro vivir. Es un mero muestrario de problemas.
En torno a Dios, es que gira todo el pensamiento de San Agustín, lo toma como un ser supremo, creador y fuente de todas las realidades.  Como verdad suprema y luz intelectual del hombre, fuente de la verdad de todas las cosas. Como Bondad suprema y fuente de bondad en todas las cosas. El hombre como ser es incapaz de hacer cada una de las cosas de manera correcta o pensar algo verdadero si no cuenta con el auxilio divino.
Demostrar la existencia de Dios, no tenía ningún problema para San Agustín, pero colocaba en duda la propia existencia del mundo antes que Dios. San Agustín piensa que el hombre tiene la idea de Dios como el autor del mundo y todo lo que existe en él. Dios se muestra como existencia evidente ante la razón del hombre, lo que se puede probar y afirmar con certeza, ya que se conoce la existencia de Dios, por los grados de ser, por la contingencia, por la casualidad o finalidad.
En la prueba noológica de la existencia de Dios, no se propone partir de la filosofía, sino que siempre se debe conducir a la comprensión de la fe, para comprender lo que se cree. No se trata de indagar si Dios existe, sino como se revela la existencia de Dios. El hecho de la conciencia de que tú eres, que tú vives y que tú comprendes. Por lo que se comprende un orden ascendente, de lo simple a lo profundo, de lo exterior a lo interior. La comprensión siempre ocupa el lugar más alto en la jerarquía, donde se puede dar la facultad de juzgarlos, por lo que San Agustín analiza la facultad de conocimiento humana.
El hombre siempre percibe el mundo exterior con el funcionamiento de cada uno de los órganos de los sentidos, el sentido interno coordina estas percepciones. Para que se dé el conocimiento se debe dar la razón sea algo donde se tenga en cuenta que para llegar a Dios, debe estar demostrado que no puede ser superado por nada. La razón siempre debe brindarnos la prueba, de que existe algo que sea común a todos los entes que están dotados de razón, que el hombre puede ver a través de la razón y el entendimiento.
Se puede demostrar que la razón conoce lo eterno y lo inmutable y que es distinto a los objetos de su conocimiento, ya que la razón puede ser duda mutable. San Agustín elige el número en el entendimiento que se desarrolla en el hombre, ya que las leyes matemáticas son patentes a todo pensamiento, donde se pueden aceptar o se puede equivocar, donde siete más tres siempre darán como resultado diez. San Agustín siempre llega a la conclusión de que existe una verdad inmutable, que contiene todo aquello que es verdadero, como una luz secreta y universal. La razón encuentra en sí algo absoluto, eterno e inmutable: donde la verdad es Dios, él es el fundamento de todas las verdades.
La prueba noológica y la teoría del conocimiento que es la iluminación siempre forman una unidad. La noología y la teoría del conocimiento dependen de la concepción de la verdad que para San Agustín es más que una idea. La verdad siempre se debe tomar como algo ontológico: es lo que es. Dios, es verdad, es causa del ser y causa del conocimiento. La prueba noología implica que Dios es una realidad que supera el pensamiento humano.
El itinerario existencial siempre tiene que ver con: 1-. En Cada una de las cosas exteriores del mundo corpóreo quien se pregunta si puede encontrar al Dios que busca. Donde las cosas siempre le contestan: No somos tu dios, Dios está sobre nosotras. 2-. En el fondo de su alma encontrara el hombre la verdad y el bien. Dios está por encima de los sentidos y la memoria. Por lo que es íntimo y a la vez trascendente al hombre: tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tú estabas dentro de mí y yo te buscaba fuera.
Que Dios sea incomprensible no impide hablar de él por analogía. Por lo que Dios es la verdad suprema inteligible: por mucho que nos esforcemos nuestras facultades cognoscitivas siempre serán diferentes para llegar a Dios. Por ser superior a nuestro pensamiento, los nombres y predicados que le atribuimos a Dios  son deficientes e inadecuados: no se puede atribuir nada positivamente. Dios es inefable, se le conoce más ignorándolo. Dios es trascendente y absolutamente incognoscible y la realidad suprema principio y fuente de todos los seres: el nombre que mejor expresa su naturaleza es el que Él se dio a sí mismo: “Yo soy el que soy” Dios es la sola y única realidad absoluta.
Dios es la Esencia inmutable: nada puede adquirir, ni perder. Es perfecto y se basta absolutamente a sí mismo. Es la esencia de todo. No hay más que un solo Dios y un solo principio de todas las cosas. Es la bondad suprema: es el, todo lo que es bueno, es bueno para él, en el caso de la Trinidad, en el principio de que Dios es trino. Donde se afirma la trascendencia y la unidad divina, provienen de la doctrina cristiana. Por medio de la antología San Agustín se propone llegar al conocimiento del Dios trinitario teniendo en cuenta el autoconocimiento del hombre. Sometiendo a la conciencia como tal a un análisis filosófico, soy un ser que conozco y que quiero, conozco que soy y que quiero, y quiero ser y conocer.
San Agustín, Platón,  Plotino: DIOS. 1-. El argumento de Dios  como condición de las verdades eternas, las que reciben su valor de verdad de Dios, repite el argumento con que Platón demostraba la existencia de las ideas, sostenidas por la idea del bien. 2-. La idea platónica, modelos ejemplares de la obra del Demiurgo, se transforma en San Agustín: en Dios, en el  Verbo Eterno. 3-Procede de Plotino la afirmación de Dios como Unidad, como principio trascendente de todo ser.
Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: “Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico social” (Benedicto XVI)
La antropología de San Agustín suscita tres problemas principales que son: Primero es su misma terminología fluctuante. Asunto grave que afecta a los componentes del hombre: o bien sobre lo que él mismo designa como “lo superior en el hombre” que intenta aclarar sin excesivo éxito. San Agustín parece ser consciente mientras busca una clarificación sobre términos como, en los que cree hallar, finalmente, orden y concierto.
El segundo gran problema es el del origen del alma. La perplejidad acompañó aquí toda su vida a San Agustín, según reiteradas indicaciones suyas.  El tercer problema es el del ser mismo del hombre, sus componentes y su mutua relación. Para tener una idea el hombre es su alma que se sirve del cuerpo como de instrumento y al que se vincula tan extrínsecamente.
Para San Agustín la corporeidad es también componente del hombre, ¿qué unión pregunta? También hay aquí oscilación. Otros, propugnan una unión más exterior y accidental entre dos sustancias completas. Es honrado y honorable hacer esta constatación. Parecida oscilación ocurre entre los intérpretes actuales.
El Hombre Interior. La concepción agustiniana obedece a la dinámica profunda del trascender, al “deseo de infinitud”, traducida en cierta orientación “personalista” o en un “humanismo abierto” regido por una ley. En el centro está el hombre interior, cuya realidad y virtualidad filosófica descubrió San Agustín, dice él mismo, en el platonismo ratificando expresiones paulinas, y también la tendencia general interiorista del cristianismo. El hombre es un ser con nueva dimensión de realidad, modo inédito de ser que le permite obviar todo determinismo absoluto y todo “naturalismo” en general, se posee y vuelve sobre sí, retorna desde su exterior. Interioridad es distintivo de la filosofía de San Agustín, “el más agustiniano de todos los conceptos”  Cabe distinguir tres niveles:
 1) nivel vivencial o psicológico, al que corresponde la actitud descriptiva de San Agustín, el reconocimiento de la geografía interior, su descollante fenomenología del yo y cuyo mérito es universalmente reconocido como caso único en el pensamiento antiguo.  2) nivel gnoseológico en el que la interioridad se hace vía, modo, método de conocimiento como encuentro con la verdad  o sede del “maestro interior”. 3) nivel ontológico o realidad peculiar, modo originario de ser, propio del hombre. No cabe, pues, reducir la interioridad agustiniana a simple método. Por su sentido de reflexividad y apelación al primado de la subjetividad, se insiste en que San Agustín patrocina a Descartes y a la modernidad.  San Agustín contrapone a veces con extrema tensión autobiográfica hombre exterior e interior. Sin embargo, lo exterior ha de colaborar en el conocer, pues la verdad. Hay, así, una secuencia ascensional del trascender, a Dios, a la luz.
Hombre y Verdad. La ilustración. ¿De dónde viene a la mente la verdad inmutable cuando todo es mutable, incluida la mente misma? Si la verdad se descubre, la luz de la verdad se halla. San Agustín salva la contradicción entre interioridad y trascendencia de la verdad con una nueva propuesta: la iluminación, conciliando a la vez ojo interior y luz superior. Esta teoría, como se advierte, es difícil de entender. Veamos dos puntos: planteamiento y modo. No se trata de la iluminación por fe sino del conocimiento normal de la razón humana; tampoco de la actividad creadora y conservadora de la mente por parte de Dios. San Agustín establece una dependencia respecto de Dios en cada acto de conocimiento, que cubra una deficiencia natural del entendimiento. El modo de iluminación es muy discutido, no habiendo sido explicado quizá suficientemente por San  Agustín.
San Agustín, Vida, Escritos y su Filosofía. El Pensamiento Filosófico Cristiano: El cristianismo no es una filosofía propiamente dicha, sino una religión que, tal como queda expresado en los dogmas de la Iglesia católica, fue fundada por Jesucristo, hijo de Dios, enviado como Mesías, para salvar a los hombres según habían anunciado los profetas. La designación de cristianos se dio por primera vez a los habitantes de Antioquía que profesaban la fe predicada por San Pablo.
La religión cristiana se convirtió en menos de tres siglos en la religión oficial del Imperio romano y se arraigó profundamente en la cultura occidental que logró sobrevivir a la caída del propio imperio y convertirse en el substrato básico de la civilización occidental. Los pensadores que aportaron los elementos decisivos para permitir que el cristianismo se configurara como religión oficial del Estado. La esencia definitoria del cristianismo como religión es un monoteísmo trascendente la creencia en la existencia de un solo Dios.
Esta concepción monoteísta, cuya proyección actual es casi universal entre todos los creyentes, fue en un principio elaborada exclusivamente por la civilización israelita, que la consideraba verdad exclusiva y revelada directamente por Dios. En la historia sagrada del pueblo judío se encuentra el núcleo básico de la gestación del cristianismo. Los filósofos cristianos adoptaron muchas ideas del pensamiento griego pagano. De los escépticos epicúreos adoptaron argumentos contra el politeísmo. 
Aristóteles les prestó una serie de conceptos filosóficos como los de sustancia, causa, materia que eran imprescindibles para tratar los delicados y sutiles temas de la teología cristiana la creación del mundo a partir de la nada, la Santísima Trinidad. La moral estoica aportó algunos elementos a la ética cristiana. El platonismo, con su desprecio del mundo sensible, su creencia en la inmortalidad del alma humana y la afirmación de la existencia de un mundo celestial fue una prefiguración del cristianismo, refiriéndose a Platón dijo San Agustín: “Nadie se ha acercado tanto a nosotros”. Podemos dividir la filosofía cristiana medieval en dos grandes períodos: la Patrística y la Escolástica.
Carácter de la investigación Agustiniana. San Agustín ha sido llamado el Platón cristiano. Esta definición no es verdadera tanto porque en su doctrina se encuentran vislumbres y motivos doctrinales del auténtico Platón, cuanto porque él renueva el espíritu del cristianismo aquella investigación que había sido la realidad fundamental de la especulación católica.  La fe está, según Agustín, al final de la investigación, no en sus comienzos. Ciertamente la fe es la condición de la investigación, que no tendría, sin ella, ni dirección ni guía; pero la investigación se dirige hacia su condición y busca esclarecerla con el profundizar constante de los problemas que suscita.
Por esto la investigación encuentra el fundamento y la guía en la fe y la fe halla su consolidación y su enriquecimiento en la investigación.  Por un lado, impulsando a esclarecer y profundizara su propia condición, la investigación se extiende y se robustece porque se aproxima a la verdad y se basa en ella; por otro, la fe misma a través de la investigación se alcanza y posee en su realidad más rica y se consolida en el hombre triunfando de la duda. Para San Agustín, la investigación empeña a todo el hombre, y no solamente al entendimiento. La verdad a la que él tiende es también, según la palabra evangélica, el camino y la vida. Buscarla significa buscar el verdadero camino y la verdadera vida. Por esto no solo la mente tiene necesidad de ella, sino el hombre entero, y ella debe satisfacer y dar el reposo a todas las exigencias del hombre.
Por otro lado, la investigación agustiniana se impone una rigurosa disciplina: no se abandona fácilmente al creer, no cierra los ojos delante de los problemas y dificultades de la fe, no procura evitarlos y eludirlos, sino que los afronta y considera incesantemente, volviendo sobre las propias soluciones, para profundizarlas y esclarecerlas.  La racionalidad de la investigación no es para San Agustín intentar la creación de un sistema, sino mas bien su disciplina interior, el rigor del procedimiento no se detiene frente a los límites del misterio, sino que hace de este límite y del mismo misterio un punto de referencia y una base.
El entusiasmo religioso, el ímpetu místico hacia la Verdad no obran en él como fuerzas contrarias a la investigación, sino que robustecen la misma investigación, le dan un valor y un calor vital.  De aquí surge el enorme poder de sugestión que la personalidad de San Agustín ha ejercido, no solamente sobre el pensamiento cristiano, sino también sobre el pensamiento moderno y contemporáneo.
El Descubrimiento de la Persona y la Metafísica de la Interioridad. Pensar que los hombres admiran las cumbres de las montañas, las vastas aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del océano, los giros de los astros; pero se abandonan a sí mismos. Son palabras de San Agustín, pertenecientes a las Confesiones y que tanta impresión produjeron ya que, son todo un programa. El verdadero y gran problema no es el del cosmos, sino el del hombre.
El verdadero misterio no reside en el mundo, sino que lo somos nosotros, para nosotros mismos. ¡Qué misterio tan profundo que es el hombre! Pero tú, Señor, conoces hasta el número de sus cabellos, que no disminuye sin que tú lo permitas. Y sin embargo, resulta más fácil contar sus cabellos que los afectos y los movimientos del  corazón del hombre. San Agustín, empero, no plantea el problema del hombre en abstracto, el problema de la esencia del hombre en general.  En cambio, plantea el problema más concreto del “yo”, del hombre como individuo irrepetible, como persona, como individua autónomo, podríamos decir utilizando una terminología posterior.
En este sentido, el problema de su “yo” y de su persona se convierten en paradigmáticos: yo mismo me había convertido en un gran problema  para mí, ya que no comprendo todo lo que soy. San Agustín, como persona, se transforma en protagonista de su filosofía: observador y observado. San Agustín habla continuamente de sí mismo y las Confesiones constituyen precisamente su obra maestra. En ellas no solo habla con amplitud de sus padres, su patria, las personas queridas por él, sino que saca a la luz hasta los lugares más recónditos de su ánimo y las tensiones más íntimas de su voluntad. Es precisamente en las tensiones y en los desgarramientos más íntimos de su voluntad, enfrentada con la voluntad de Dios, donde San Agustín descubre el “yo”, la personalidad, en un sentido inédito. “Cuando me hallaba deliberando sobre el servir sin más al Señor mi Dios, como había decidido hacía un instante, era yo quien quería, y era yo quien no quería: era precisamente yo quien ni quería del todo, ni lo rechazaba del todo. Porque luchaba conmigo mismo y yo mismo me atormentaba”
San Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al hombre y, en particular, a aquella fórmula de origen socrático, que el Alcibíades de Platón hizo famosa, según el cual el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo.  No obstante, la noción del alma y del cuerpo, asumen un nuevo significado para él, debido al concepto de creación, al dogma de la resurrección y sobre todo al dogma de la encarnación de Cristo.  Para San Agustín el hombre interior es imagen de Dios y de la Trinidad. Y la problemática de la Trinidad -que se centra sobre las tres personas y sobre su unidad substancial y, por lo tanto, sobre la específica temática de la persona - iba a cambiar de modo radical la concepción del “yo”, el cual, en la medida en que refleja las tres personas de la Trinidad y su unidad, se convierte él mismo en persona.
San Agustín encuentra en el hombre toda una serie de tríadas, que reflejan la Trinidad de modos diversos. He aquí uno de los textos más significativos al respecto, perteneciente a la Ciudad de Dios: Aunque no iguales a Dios, sino más bien infinitamente distantes de Él, pero puesto que entre sus obras somos la que más se acerca a su naturaleza, reconocemos en nosotros mismos la imagen de Dios, es decir, de la Santísima Trinidad; imagen que aún debe perfeccionarse, con objeto de que cada vez se le acerque más.
En efecto, nosotros existimos, sabemos que existimos y amamos nuestro ser y nuestro conocimiento. En tales cosas no nos perturba ninguna sombra de falsedad. No son como las que existen fuera de nosotros y que conocemos por alguno de los sentidos del cuerpo, como sucede al ver los colores, oír lo sonidos, aspirar los aromas, gustar los sabores, tocar las cosas duras y blandas, cuyas imágenes esculpimos en nuestras mentes y por medio de las cuales nos vemos impulsados a desearlas. Sin ninguna representación de la fantasía, poseo la plena certeza de ser, de conocerme y de amarme. Ante dichas verdades, no me causan ningún recelo los argumentos de los académicos que dicen “¿y si te engañas?”.
Si me engaño, quiere decir que soy. No se puede engañar a quien no existe; si me engaño por eso mismo soy. Dado que existo, ya que me engaño, ¿Cómo puede engañarme con respecto a mi ser, cuando es cierto que soy, a partir del instante en que me engaño? Ya que existiría aunque me engañase, aún en la hipótesis de que me engañe, no me engaño en el conoce que soy. Por lo tanto, ni siquiera en el conocer que me conozco me estoy engañando.
Al igual que conozco que soy, también conozco que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas el ser y el conocerme, me agrego a mí, como cognoscente  este amor, como tercer elemento no menos valioso. Tampoco me engaño en el amarme a mí mismo, porque en aquello que amo no puede engañarme; y aunque fuese falso lo que amo, sería verdad el que amo cosas falsas, pero no sería falso que yo amo. Dios, pues, se refleja en el alma. Y el alma y Dios son los pilares de la filosofía cristiana de San Agustín. Se encuentra a Dios al investigar sobre el mundo, sino ahondando en el alma.
Las claves del alma son las claves de Dios. Afirmo con acierto E. Gilson: “Conocerse a sí mismo, como no invita a llevar a cabo el consejo de Sócrates, consiste según San Agustín en conocerse en tanto que imágenes de Dios. En este sentido, nuestro pensamiento es recuerdo de Dios, el conocimiento que se encuentra con El es inteligencia de Dios y el amor que procede de uno y de otro es amor de Dios.
En el hombre, por lo tanto, hay algo más profundo que el hombre mismo. Lo que de su pensamiento permanece oculto no es más que el secreto inagotable de Dios mismo; al igual que la suya, nuestra vida interior más profunda no es otra cosa que el desplegarse dentro de sí misma del conocimiento que un pensamiento divino posee de sí, y del amor que se dirige hacia sí.”
Sobre la Muerte. La muerte pertenece a la vida humana hasta tal punto que sin ella no puede ser entendida. Por eso se entiende que cuando el hombre se esfuerza por conocer el sentido de sí mismo tenga que plantearse la cuestión del sentido de la muerte. Los antiguos estoicos y los filósofos contemporáneos de la vida y de la existencia han tropezado en sus análisis antropológicos con el problema de la muerte. La multiplicidad y contrariedad de las respuestas denuncia, incluso al hombre más superficial, que la muerte es un misterio en el que se compendia el misterio de la vida humana. El punto de vista decisivo en ello es el carácter cristológico de la muerte humana. Este punto de vista debe ser elaborado de forma que sean descubiertos los diversos estratos de la muerte.

La muerte incide, en efecto, en el estrato de la naturaleza, en el del pecado, en el de la redención y en el de la plenitud, no de forma que cada uno se eleve sobre el anterior, sino de forma que todos ellos abarcan, penetran e incorporan a sí a los precedentes. La muerte representa el paso del estado de peregrinación al estado de plenitud. Es el fin de la forma de vida histórica y provisional y el comienzo del modo definitivo de existencia.  El hombre vive en la mortalidad. La amenaza por la continua vecindad de la muerte es el modo de la existencia humana.

San Agustín reconoció claramente este hecho. Lo dedujo de la cualidad entitativa de la criatura. Por el pecado y la redención experimenta, según él, una elevada urgencia.  Según San Agustín, el hombre no tiene en ningún momento de su vida una absoluta posesión del ser ni una ilimitada seguridad de su existencia. Cuando comienza a vivir, comienza a la vez la posibilidad y el peligro del ser y de la vida. La vida y la muerte están, según él, ordenadas mutuamente de forma que el hombre, tan pronto como empieza a vivir, está en la muerte. La vida del hombre no es más que un precipitado movimiento hacia la muerte, según se expresa una vez San Agustín. La muerte la conviene al hombre continuamente.

Trabajo presentado por:
JESUS GALEANO SALINAS
PEDRO PABLO BAUTISTA RABA

Docente de Filosofía:
PEDRO ALONSO HAMÓN PEÑA, Pbro.